Uno de los problemas centrales de este gobierno radica en su incapacidad de representar a los chilenos por presencia y no meramente por evocación. Chile es un país diverso pero es conducido por una elite caucásica, masculina, en edad madura, católica, capitalina y heterosexual. En este sentido el elenco que acompaña al Presidente Piñera adolece de la heterogeneidad necesaria para conectar con el nervio de la variedad de demandas sociales que se multiplican en el territorio. Ese nervio no está en la negociación racional de un petitorio, sino en una rutina de experiencias compartidas.
La idea de la representatividad por presencia no es nueva. La sostuvieron quienes aseguraron —con razón, a mi juicio— que el mayor mérito de Bachelet era justamente haber sido electa. Las mujeres de Chile, constantemente desplazadas en el campo político y laboral, se anotaron una victoria simbólica sin precedentes. La reiteraron también quienes celebraron el triunfo de Evo Morales en Bolivia. ¿Era sostenible que un país con una población indígena superior al 60% fuera siempre gobernado por una aristocracia blanca educada en Estados Unidos? La aspiración de representación universal tiene un límite. Cuentan en La Paz que durante muchos lustros fue aceptado socialmente que un mocoso de clase alta tratara a un adulto o anciano indígena de “niño”. El efecto simbólico del ascenso de Evo erradicó esa ofensiva convención: por primera vez la más alta autoridad era uno de ellos.
La lista suma y sigue. Desde Camila Vallejo hasta Iván Fuentes, la nueva ciudadanía deposita sus esperanzas en personajes capaces de identificar mejor al representante con su representado. La figura del ministro o del parlamentario de turno es interpretada —casi sin excepción— como la pieza de un establishment ajeno. ¿Qué pueden tener en común los actuales inquilinos de La Moneda o la gran mayoría de los congresistas de Valparaíso con el chileno que manda a sus hijos a un liceo municipal, se atiende por Fonasa, vive con lo justo y habita en alguna región alejada del centro?
El problema, sabemos, esconde complejidades. El capital humano “avanzado” —en términos de formación académica y profesional— todavía se concentra en un estrato específico de la población. Y aquellos que acceden a ese nivel desde otros estratos finalmente reproducen dinámicas similares a los primeros: de la educación pública a la privada, del endeudamiento a la expansión, de la provincia a la metrópolis. Sería sensato entonces reconocer que siempre existirán elites. El imperativo de equidad se limitaría a hacerlas más permeables.
En momentos en los cuales la voluntad ciudadana es centrípeta basta una voz. A nadie le importó demasiado el género, el credo o el color de piel de Patricio Aylwin. Eran tiempos en los cuales bastaba evocar ciertos valores para cohesionar y representar a casi todos. Pero en situaciones en la cuales la energía es centrífuga la política debe responder poniendo sus huevos en distintas canastas. Aumentar el grado de representatividad por presencia pareciera ser el camino a recomendar. Es dudoso que La Moneda comprenda este fenómeno. La prensa nos cuenta que el Presidente “derrochó humor” comentándole a un cercano que estaba “mejorando la raza” por cargar en sus brazos un hijo rubio. Es probable que el chistecito sea moneda común en ciertos segmentos, pero es impresentable que lo diga la máxima autoridad de una nación mestiza curtida en el racismo y el clasismo. Si al error simbólico le sumamos la resistencia concreta —por parte del partido más grande de la coalición— para avanzar en las reformas destinadas justamente a redistribuir algo de poder, no puede esperarse que el resultado sea alentador.
En el ámbito de las percepciones el gobierno no ha podido zafar de la caricatura del “Chile atendido por sus propios dueños”. La carencia de un relato unificador le impide a Piñera imponerse por evocación; la homogeneidad de sus colaboradores le dificulta hacerlo por presencia e identificación.
*Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.