Por Mario Domínguez Castro
(exposición presentada el 16 de agosto de 2012 en la PUCV)
En la presente exposición
trataremos de contribuir a una reflexión cuyo objeto sea reformular en términos
históricos y políticos los principales elementos a diferenciar en lo que el
debate público ha denominado “ley Hinzpeter.”
En una primera instancia debemos
establecer que la llamada “ley de resguardo del orden público” no es una
formación jurídica coyuntural. Pecaríamos de una ingenuidad histórica horrorosa
si la practica habitual que pretende desplegar esta ley no fuera percibida como
un momento de enlace con las formas bajo las que se ha constituido cierta idea
de nación en Chile, cierta idea de chilenidad.
Trabajemos esto.
Sin duda alguna esta cuestión se
remonta a acontecimientos históricos de larga data; el problema de lo nacional
como una representación cívica, moral y política de la unidad estatal es uno de
los debates que constituyen la identidad de las formaciones sociales
latinoamericanas. La idea de nación en Latinoamérica lejos de ser un
presupuesto, siempre es un mito, un ideal. Las clases dirigentes de la
independencia no se caracterizaron, por cierto, de cumplir una labor
modernizadora y democratizante. Mas bien asumieron el progreso moderno y la
reformulación de los estados como una tarea meramente comercial, de
independencia económica respecto de un centro molesto, paternalista y usurero.
Tal independencia dificultosamente asumió dentro de sus prioridades un espíritu
cívico e ilustrado y por lo tanto se anquilosó en una república a medias,
lejana a los valores eurocéntricos que inspiraron su existencia y renuente mas
aún de valores prehispánicos o indocriollos que pudiesen vitalizar y dotar de
tradición y cultura viva, originalidad y soberanía a la naciente patria
mestiza.
Así el proceso de articulación de
una cohesión nacional vino de la mano de la mezquindad de los intereses
oligárquicos y terratenientes, de su complacencia y quietud. La articulación de
la república estaba imposibilitada por la existencia de la gran propiedad que
coartaba el desarrollo de un proceso modernizador y por consecuencia la
incapacidad de constituir una sociedad civil reflexiva y politizada que pudiese
ser sujeto de representación política y jurídica.
Debemos establecer también que
las formas jurídicas son históricas y determinadas, es decir, son el resultado
de un movimiento inmanente, inacabado y perpetuo de la humanidad. Son la
representación de las relaciones culturales, económicas, morales y políticas de
una sociedad determinada y por tanto son expresión de las fuerzas hegemónicas,
dirigentes de dicha sociedad, de sus relaciones y conflictos. Las formaciones
jurídicas y legales son, por lo tanto, la abstracción o representación teórica
de un consenso. No debemos entender este “consenso”, como un “mero acuerdo” de
partes, el consenso al que nos referimos tiene que ver con la operatividad de
un consentimiento del cual se desprende la existencia de grupos sociales y
clases a los cuales algunos intelectuales, entre ellos A. Gramsci, han
denominado “subalternos”, es decir, que asumen como propio el discurso de las
clases dirigentes.
La historia de las clases
subalternas por lo tanto ha sido objeto de profundo debate en las ciencias
sociales y la historiografía. Su comprensión nos ha permitido apreciar a los
estados nacionales no como unidades orgánicas irrefutables, sino que le ha
podido otorgar un sentido crítico y cierto a las tensiones por las que dichos
estados están atravesados.
Sin ir mas lejos debemos recordar
aquella opinión que Diego Portales tenía de la república. El llamado “peso de
la noche” no era mas que el escepticismo político y poco republicano atravesado
por la prepotencia de su posición social emergente, frente a un estado atrasado
y falto de progreso. La solución portaliana excede toda legalidad, mas bien,
tuvo que disponer de una legalidad propia para encumbrar un proceso de
disciplinamiento nacional, en cuyo fondo se propicia una idea de nación que
sintetiza aquella tensión histórica de la república: una modernización
financiera e industrial primaria en la base de relaciones civiles coloniales y
poco democráticas.
Un proceso de modernización es
siempre regresivo y condenado al estancamiento sin una sociedad civil
democrática que pueda impulsarlo y darle vida. El escepticismo portaliano,
expresión de su severidad, contenía en su seno el retroceso político y
económico. Sus consecuencias son tan amplias que solo a mediados de siglo XX y
bajo el rol politizador del movimiento obrero, se empieza a reformular nociones
tan anquilosadas como la unidad productiva de la tierra de la mano de la
reforma agraria.
Debemos detenernos en este punto,
por un momento. Nos parece necesario denotar una tesis central en la presente
exposición. La nación. Como formación social en permanente resignificación, a
partir de finales de siglo xix en adelante, empieza a ser víctima de un relato
subterráneo. En efecto. Salvo en las tesis de Bilbao, Vicuña Mackena, Arcos y
el activismo de ciertos liberales a mediados del siglo xix, no se puede hablar
de un proceso masivo de politización y constitución de una sociedad civil de
mayor envergadura que el que tuvo el movimiento obrero chileno a partir de
finales de siglo xix y principios del XX.
La labor del movimiento obrero,
del sindicalismo y de los partidos de izquierda con especial protagonismo del
Partido Comunista de Chile, en la constitución de una ciudadanía efectiva fue
decisiva para la historia de este país. Al contrario de las demás naciones
latinoamericanas, el movimiento obrero chileno no dependió nunca (salvo
posteriormente en la dictadura pinochetista) de “movimientos de liberación
nacional”, entonces caracterizados por su caudillismo militar, dispersión
ideológica y de intereses. El movimiento obrero chileno se caracterizó por su
composición masiva y civil, partidista y democrática, lo que hablaba de un
proceso de maduración, complejización y riqueza republicana que pocos
movimientos de izquierdas en el mundo habían logrado constituir. Estábamos en
frente de un grupo social alterno -ya no subalterno-, autónomo políticamente
-autonomía entendida como la capacidad de articular un relato propio de la vida
nacional y oponerlo al de la clase dirigente- y, como aspecto relevante, un
movimiento dispuesto a constituir una mayoría nacional, a partir de alianzas
amplias y progresivas.
¿Que tiene que ver la Ley
Hinzpeter con los elementos que acabamos de mencionar?
Su relación en profunda y
directa. La dictadura militar de Augusto Pinochet significó la destrucción de
una idea de chilenidad que se venia forjando desde principios de siglo XX, su
desarticulación por miedo del miedo, la tortura y la excepción legal dieron
paso al exterminio de los valores cívicos y republicanos construidos hasta el
gobierno popular de Salvador Allende. Si bien podemos decir que el proyecto de
la Unidad Popular carecía de un consenso social avasalladoramente hegemónico,
producto de la concentración de capitales y la actividad reaccionaria de
derecha y algunos sectores medios, sumado al dogmatismo e indisciplina de
sectores radicalizados en la izquierda. Podemos asegurar que este proceso es
uno de los momentos republicanos de mayor riqueza en la historia de nuestro
país, en términos culturales, políticos y sociales.
Lo que significó la posterior
dictadura militar fue regresivo, la constitución de la república -construida a
partir de un proceso de maduración nacional de riqueza sin igual- dio paso a un
nuevo “peso de la noche”, escéptico, carente de sueños, de una moral
escatológica. Jaime Guzmán fue su artífice, Nos volvió subalternos.
Hinzpeter habla, en su proyecto
de legislación de “seguridad y tranquilidad pública”, de “salud pública” y de
“moralidad pública”. Ha preferido la formula portaliana, de los palos, el
guanaco y el zorrillo, del estado de excepción permanente -dice Agamben- ,
quiere reafirmar la idea de nación que se impuso en la dictadura, sin embargo
el relato subterráneo de a poco vuelve a reafirmarse. “hay un secreto acuerdo
entre las generaciones pasadas y las nuestras. Hemos sido esperados en la
tierra. A nosotros, como a las generaciones que nos procedieron, nos ha sido
dada una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado tiene un derecho. Esta
exigencia no se ve satisfecha fácilmente. El materialista histórico lo sabe.”
(Walter Benjamin, Tesis II en Tesis de filosofía de la historia.)